viernes, 16 de septiembre de 2011

Medianoche en París

El protagonista de la película número 41 de Woody Allen responde al nombre de Gil Pender (Owen Wilson), un escritor norteamericano que llega a París acompañando a su novia (Rachel McAdams) y a sus futuros suegros en un viaje de placer y negocios. En este punto, el mayor conflicto de Gil es decidir si seguirá trabajando como guionista en Hollywood –cosechando elogios e importantes sumas de dinero- o si lo dejará todo para perseguir su sueño de convertirse en autor literario –una empresa arriesgada, tanto en lo económico como en lo artístico. La belleza y la Historia que encuentra en cada rincón lo distraen momentáneamente de las decisiones importantes –entre ellas, su inminente matrimonio- pero será la misma París, a la que tanto idolatra, la que intervendrá mágicamente para que Gil confronte la realidad y tome las riendas de su propio destino.

Hasta aquí, ‘Medianoche en París’ no parece justificar, con su argumento de comedia intelectual, de que haya recaudado más de $100 millones alrededor del mundo, una cifra inédita en la carrera de Woody Allen. En el papel, se trata de una variación más de sus típicos temas y obsesiones –la magia y la fantasía como escape de la rutina, la evocación idealizada de un lugar y una época lejana, la vocación del artista y su lugar en el mundo-, situaciones ya exploradas en ‘La Rosa Púrpura del Cairo’ (1985), ‘Alice’ (1990) o ‘Los Enredos de Harry’ (1997), por mencionar algunos ejemplos, pero ni siquiera el cine de Woody Allen –tan fértil en diálogos y comentarios agudos- depende tanto del guión. La explicación a este suceso inesperado habría que buscarlo en otro lado: en su talante musical, en la calidez de su fotografía, en su humor relajado, en la interpretación romántica de Owen Wilson, tan necesitado de amigos que comprendan su melancolía.
 
‘Medianoche en París’ es la historia de un soñador que conoce la ciudad de sus sueños, y lo que es mejor, descubre que aquello de que “el pasado nunca se muere, ni siquiera es pasado” puede ser asumido al pie de la letra. Estar en presencia de tus ídolos, de tus héroes desaparecidos, es el sueño de cualquier amante del arte en general, de cualquier persona que se haya conmovido con lo que es capaz de producir la imaginación. Solo aquellos que añoren la existencia hoy en día de un Luis Buñuel o de un Scott Fitzgerald, podrán comprender porqué esta fábula, aparentemente ligera y poco grave, entraña un deseo tan fuerte como inalcanzable. Porque uno no sale de ‘Medianoche en París’ como si hubiera visitado un museo o un cementerio, sino como si hubiera bailado y bebido toda la noche al lado de Cole Porter y Salvador Dalí; ellos han dejado de ser cadáveres, ni siquiera son fantasmas, sino personas mucho más reales y vivas que la mayoría de las que caminan por las calles. Gracias al arte de Woody Allen, la muerte ha sido derrotada por un breve espacio de tiempo, a la manera como Ernest Hemingway concebía el amor.   

CALIFICACIÓN: *****

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